En 1991, mientras esperaba en Dahrán la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait, presencié un suceso curioso. Frente al mercado Al Shula había un vehículo militar con una soldado norteamericana al volante. En Arabia Saudí está prohibido que las mujeres conduzcan automóviles; así que una pareja de mutawas -especie de policía religiosa local- se detuvo a increpar a la conductora. Incluso uno de ellos le golpeó con una vara el brazo que, con la manga de camuflaje remangada, apoyaba en la ventanilla. Tras lo cual, la conductora -una sargento de marines de aspecto nórdico- bajó con mucha calma del coche y le rompió dos costillas al de la vara. Ésa fue la causa de que durante el resto de la guerra, a fin de evitar esa clase de incidentes, la Mutawa fuese retirada de las calles de Dahrán.
Pensé en eso el otro día, al enterarme de un nuevo asunto de chica con problemas por negarse a ir a clase sin el pañuelo islámico llamado hiyab. Y recuerdo la irritación inicial, instintiva, que sentí hacia ella. Mi íntimo malhumor cuando me cruzo en la calle con una mujer cubierta con velo, o cuando oigo a una joven musulmana afirmar que se cubre la cabeza en ejercicio de su libertad personal. Cómo no se dan cuenta, me digo.
Cómo no les escuece igual que ácido en la cara la sumisión, tan simbólica como real, a que se someten. Recuerdo, por ejemplo, que hace cuarenta años mi madre aún necesitaba la firma de su marido para sacar dinero del banco. Y me llevan los diablos. Tanto camino, me digo. Tanta lucha y esfuerzo de las mujeres para conseguir dignidad, y ahora una niñata y cuatro fátimas de baratillo -como las llamaría el capitán Haddock- pretenden hacernos volver atrás, imponiendo de nuevo, en la Europa del siglo XXI, la sumisión irracional al hombre y a las reglas hechas por el hombre.
Reclamando tolerancia o respeto para esa infamia. Pero no es tan simple, concluyo cuando me sereno. Incluso aunque digan actuar con libertad, esas mujeres siguen siendo víctimas de un mundo cuyas reglas fueron impuestas por los hombres para garantizarse el control de su virginidad, su fertilidad y su fidelidad. Después de escucharnos decir lo libres de conducta que pueden y deben ser, esa muchacha o la señora del velo van a casa y se cruzan en la escalera con el imán de su mezquita, que vive en el quinto piso, o con el chivato hipócrita que a veces incluso luce una pasa en la frente -ese moratón de pegar cabezazos en el suelo al rezar, para que todos sepan lo buen musulmán que es uno-, que vive en el segundo. Y con ellos, y con el padre, el marido o el abuelo que están en casa, esas mujeres tienen que convivir cada día, y casarse, y criar familia, y ser respetadas por una comunidad donde la religión suele estar por encima de las leyes civiles, o las inspira.
Una sociedad endogámica, especializada en marcar y marginar -cuando no encarcelar o ejecutar- a quienes discrepan o se rebelan; y cuyos más radicales clérigos, esos imanes fanáticos que recomiendan a sus fieles machacar a las mujeres para que no se desmanden, son tolerados y hasta amparados, de manera suicida, por una sociedad occidental demagoga, estúpida, desorientada, con el pretexto de unos derechos y libertades que ellos mismos niegan a sus feligreses. Todo eso, en vez de ponerlos en la frontera en el acto, si son extranjeros, o meterlos en la cárcel, si son de aquí, cada vez que humillan o amenazan a la mujer en una prédica.
Una sociedad, la nuestra, incapaz de plantearse el verdadero nudo del problema: si una niña que durante catorce años fue a un colegio normal, entre chicos y chicas, resuelve de pronto ponerse un pañuelo en la cabeza, es que algo con ella estuvo mal hecho. Que alguna cosa no funciona en el método; falto de una firmeza, una claridad de ideas y una persuasión que no tenemos. En todo caso, si a menudo es la mujer la que elige ser hembra sumisa en vez de sargento de marines, y con su pasividad o complicidad educa a los hijos en esclavitudes idénticas a las que ella sufrió, tampoco es justo que el Islam se lleve todas las bofetadas. En materia de esclavitudes, sumisión y transmisión de costumbres a hijas y nietas, igual de infame es el espectáculo de esas españolísimas marujas presuntamente modernas, libres y respetables, que babean en programas de televisión aplaudiendo y diciendo te queremos y envidiamos, guapa, bonita, a fulanas que encarnan lo que, en el fondo y a menudo en la forma, a ellas les habría gustado ser, y desean para sus propias hijas: analfabetas sin otra aspiración en la vida que convertirse en putizorra de plató televisivo. Y esos aplausos y admiración -hasta autógrafos les piden, las tontas de la pepitilla- me parecen tan indignos y envilecedores para las mujeres, tan turbios y reaccionarios, como un burka que las cubra de la cabeza a los pies.
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